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lunes, 30 de marzo de 2009

ASUNTOS EXTERIORES VII: RUSIA

LOS SAMOVARES DEL ZAR
SAN PETERSBURGO - RUSIA
Hacía un frío polar en la Perspektiva Nevski. Las golondrinas, al atardecer, volaban en círculos concéntricos alrededor de las doradas agujas de los campanarios. Las cúpulas semicirculares eran lo único no nevado del panorama visual. El imperio de los abrigos, las bufandas y los guantes se apoderó de nosotros, pobres estudiantes de Arquitectura, en viaje de estudios.
Habíamos sido alojados en uno de aquellos super hoteles impersonales de la era stalinista, esos de cinco mil habitaciones. Esos donde las habitaciones se suceden una detrás de otra en largos corredores, que siempre acaban con una señora enorme estáticamente sentada, tal cual “matrioska” rusa vigilante de todo movimiento sospechoso. No hablaba, no se si porque no entendía nada o porque nada tenía que decir. Tan sólo eramos dos canallas que llegaron en coma etílico y hasta los topes de vodka, en una noche de total vagabundaje. Dormí delante de la puerta, porque no acerté con el estoque, al clavar la llave. Según me contaron, la gente sorteaba mi cuerpo yacente saltando por encima, pues ocupe todo el ancho del pasillo.
Mi amigo Oriol y yo nos levantamos tarde, quizás porque nos acostamos los últimos, pero yo sólo recuerdo que pedía agua para mi garganta quemada de tanto “Moskovskaya”.
Al bajar a recepción, no había nadie conocido. Tan sólo los policías con sus gorros de bisonte y la estrella roja del ejército ruso clavada en la frente. Sus abrigos grises eran tentación, ante la copiosa nevada que se adivinaba entre los sucios cristales de los ventanales.
Todo el mundo se había marchado al Palacio de Verano de la Zarina. Con la que estaba cayendo, resultaba un sarcasmo.
Tras un pequeño conclave no teníamos más opción, que intentar llegar allí por nuestros propios medios para topar con nuestros compañeros. La pobreza y los salarios eran extremos en esa época en Rusia, así que pronto un autobús de línea urbana paró frente a nosotros para saber adonde íbamos. Decenas de personas esperaban un poco más adelante, y yo no podía ni imaginar que un funcionario pusiera a nuestra disposición un transporte público por un puñado de rublos. Desistimos, por ética y porque las caras de los rusos en la parada de autobús pasaron de desesperación a amenaza.
Finalmente, "bajó bandera" un trabajador ruso de una siderurgia, al que doblamos el sueldo en un instante y que a partir de ese momento, cambió de oficio. El viejo Lada verde, con más herrumbre que un martillo sumergido, hacía los ruidos más extraños que jamás había oído. Pensé que era merecedor de figurar con todos los honores, en el Museo Soviético del Automóvil.
Por suerte, los casetes de coros y danzas del Soviet, amenizaron el viaje. La calefacción si funcionaba, o al menos la temperatura interior de nuestros vahídos era siempre mejor que los -20 grados bajo cero que marcaban los termómetros. El día anterior y visitando el Acorazado Potemkin, vimos pescadores alejarse mar adentro y hacer pequeños agujeros en el hielo para pescar los pocos seres vivos que habitan las gélidas aguas del Mar del Norte. Sólo salen del hielo para morir.
Durante el trayecto era indescriptible la sensación de frío, manos enrojecidas bajos los negros guantes de lana, anginas en perfecto estado de ataque gripal y nariz y mofletes de carmesí, sin maquillaje alguno. Tan sólo nuestro improvisado guía, Andrei nos servía…..¡Más vodka! en labradas jarras de alpaca falsa. Nada nos vinculaba a este tipo, más que la palabra “spasiva” y dólar, ¡por supuesto!.
Metálicas grúas quedaban atrás, coches abandonados semidesguazados, animales de arrastre con enormes cargas leñosas para los que su grasa era salvación, montículos de nieve apilada en la carretera, humos y alquitrán recalentado en continúa restitución,, en resumen un paisaje gris, como se presume del carácter ruso.
Tras dos horas de odisea esteparia, comenzamos a vislumbrar los azules turquesa y los blancos pastel del Palacio de la zarina Catalina en Pushkin (Tsárskoe Seló). Enfilamos las nevadas avenidas embarradas entre enormes tilos deshojados.
Finalmente el coche paró frente a la enorme mole palaciega. Ateridos de frío y asaltados por un penetrante aroma a tierra mojada, pagamos sus servicios (más de la cuenta y mucho más que un salario). Vimos alejarse por el blanco manto nevado, a nuestro compañero de fatigas por las destrozadas carreteras rusas, rumbo a un infinito gris.
Me giré observando este Versailles soviético, sin duda muestra del esplendor de otra época.


Las fuentes de oro, no chorreaban agua, sino hielo y asomarse a ellas, no era más que parar en el tiempo una imagen congelada en un espejo. Todo parecía estático, se había parado el reloj. No había sonidos, no había movimiento, ni había pulsación alguna que detectase vida. Tan sólo a lo lejos, el sonido de la balalaika con la que nos había torturado el conductor. No se movían ni las fichas del ajedrez ruso, que distraían la atención de un guarda.
De repente, un descuído, una estúpida distracción y se me rompió el viaje en trocitos de ingenua desazón.
Miré incrédulo y me había dejado, la bolsa con la cámara y todos los carretes del viaje en el vehículo de nuestro amigo ruso.
Corrí y corrí, pero no había nada que hacer, las botas inundadas de nieve y cada paso multiplicaba el esfuerzo por dos a causa del barro de mis zapatos. La desesperación se apoderó de mí.
Ni Puskhin, ni Palacios dorados, ni Kremlin, ni cúpulas acebolladas de San Basilio, ni camareros con caviar iraní bajo el brazo.. Todo se había borrado de mi mente de un plumazo.
Tenía la cabeza más confusa que las danzarinas de Matisse del museo Hermitage.
Con la constatación de no volver a ver nunca más, mi equipo y que los instantes congelados fueran forzosamente algo del pasado, me dispuse a recomenzar un nuevo final de viaje.
Mis compañeros me animaban, pero en mi cabeza no cabía más que lamento por mi torpeza.
Salas y salas llenas de samovares, ese típico artefacto para beber té que utilizan los rusos desde hace siglos, introducido por las invasiones mongolas. Es un artefacto gracioso, finamente decorado, una obra de arte y lo cierto es que tiene sus usos, costumbres e historia, pero a mí ya no me hacía ninguna gracia. Veía samovares por todas partes, un ataque psicológico en toda regla.
Los rusos, que rápidamente se convirtieron en uno de los pueblos que más consumía té en todo el mundo, y adoptaron un antiguo artilugio, el samovar, que permitió a toda la sociedad realizar su propio ritual del té. La palabra samovar está formada por la partícula "sam", que significa "uno mismo", y el termino "varitz", que significa "cocinar en una olla".
Me lo hubiera aplicado allí mismo, me quería desintegrar dentro de una olla rusa.
Un taza de “sbiten” caliente, popular bebida a base de miel, hierbas y especias, calmó mi ansiedad.
Los guías iban explicando “Aquí vemos samovares marca Batashev, una de las más famosas en el siglo pasado, y samovares que de tan geniales han recibido premios y medallas en las exposiciones mundiales de Londres, Chicago y París. Además, hay objetos pertenecientes a esta rica familia e incluso los cinco samovares que en su momento le regalaron a los hijos del zar Nicolás II, la celebre Anastasia y sus hermanos”. Yo no oía nada, un perfecto autista.
El samovar ruso expresa el corazón mismo de un pueblo, cuya vida social gira alrededor del té. Pero yo, ya no sentía el corazón, mi viaje había acabado.
De regreso al hotel, todo era aún más gris, cercano al negro; y yo no tenía ganas de balalaika, vodka o cualquier otra cosa que me recordará mis rusos momentos olvidados.
Tras dos días de anestesia vital, era hora de marchar a Barcelona.
Montañas de maletas y violines comprados a bajo precio, se apilaban en la recepción del hotel.
Recuerdos de un viaje a Rusia, pero yo no tenía instantes robados.
Un último desayuno, un último té, un último pan untado con manteca rusa, y un último adiós a un viaje para olvidar lleno de momentos encerrados en una caja oscura y olvidada en una casa cualquiera de un maldito ruso. No fue su culpa, es más pensé que con eso ayudaba a una humilde familia, a sobrevivir. Pero pesaban más los recuerdos y los instantes atrapados.
De repente y tras dos días de tortura, me llamaron de recepción, "un tipo está en la calle esperándote, frente a la puerta". Pensé que era una broma, no atisbaba a saber lo que era, un último misterio.
Lo único que recuerdo es correr en estado de shock, correr a cámara lenta a los sones de “Imagine” de John Lennon, abrazarme a mi amigo Andrei, y rescatar todos esos "momentos" de una injusta prisión olvidada.
Lloraba por dentro, le dí todo el dinero que tenía, es más creo que era más que el valor de la cámara. Su gesto para mí no tenía precio, habida cuenta de las ínfimas posibilidades de recuperación que tenía. Si lo hubiera dejado en recepción, o en comisaría nunca jamás lo hubiera recuperado. Si no nos hubiera parado frente al hotel, nunca jamás hubiera sabido donde encontrarnos y sobre todo su gran corazón; que no cabe dentro de la infinita madre Rusia.

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